La espuma
cálida, fresca y burbujeante del Pacífico rompe con un murmullo silencioso a
los pies de la plaza central de esta bella y fría ciudad en la que, hace ya más
de doscientos años, El Pacificador invitó a las mujeres de Santafé a participar
del horrendo ágape que se hacía, sin que ellas supieran, para celebrar la
muerte de sus esposos e hijos que luego darían su vida por esta; la patria que
amaban y que no lograban sostener entre sus brazos. Los próceres morirían solo
un día después de la fiesta a la que asistían sus mujeres y madres; en medio
del baile y la celebración, corrió el
rumor de lo que pasaría a la mañana siguiente.
Aun se escuchaban los gritos de dolor de los mártires de Bogotá cuando
los soldados entraron al Palacio de Justicia para librar otra batalla que esta
plaza no se merecía, una que Colombia no merecía. Ese mismo mar que lleno de vida y de color, limpiaba
la sangre brillante y roja de los santafereños, ahora tendría que recoger los
nuevos fluidos de la guerra que han cambiado de color para llegar al fondo de
un abismo en el que dos caudillos, no merecedores del cariño de la patria, se
trenzan en una lucha absurda por lanzar sus redes sobre el oro y el poder para
cargar así su botín a Palacio; el producto de su pesca sucia y
furtiva. Cada uno de ellos ha sido en su momento proclamado como mesías, como
salvador de una patria que reconoce y entrega el poder a tontos por doquier que
embeben de estupidez a todo el que los reconoce.
Al otro lado de
la plazoleta se puede sentir el viento frío que baja de La Sierra y se mezcla con el ruido ensordecedor del Salto
del Tequendama fundiéndose ambos así en un abrazo que acoge en la capital a
todo aquel que esté dispuesto a beber de su seno de vida y cultura. Colón logra anclar sus barcos en el costado
occidental de la plaza, casi al pie de San Victorino mientras sus marineros se
asombran por la cantidad de alhajas que los indígenas locales están dispuestos
a venderles. Los trúhanes ibéricos no esperaban tal recibimiento en un espacio
lleno de cientos de locales comerciales informales que durante el día ofrecen a
los locales y turistas todo un arsenal
de artículos de diferente índole y que durante la noche abren las puertas a un
nuevo escenario de placer, drogas y prostitución. Rodrigo de Triana se queja de haber perdido su
catalejo en la zona y al menos, un tercio de los grumetes dejan sus
pertenencias en La Piscina a cambio de bailes exóticos y minutos de placer.
Sintiéndose
protegido por el viento marino que nace a sus espaldas, el alcalde ha llamado a
sus seguidores a la Plaza esperando que lo defiendan de la guerra que ha
decidido librar buscando engañar a los ciudadanos en un intento por sentarse a
la mesa con Murillo y los caudillos mesiánicos. Los perros ladran la luz de la
luna pisando la misma sangre sobre la que bailaron las mujeres de Santafé. No
merecen mancharse con esa sangre. No son dignos, no están a la altura de los
gusanos que se alimentan de sus restos. Muy cerca de ahí, solo a unos pocos
metros, esa misma luna inspira a Estercita para que le cante a un corazón lleno
de alegría y de irreverencia que late por una tierra a punto de estallar por el
sonido del millo y el acordeón. Todos beben de la misma agua y parecen no darse
cuenta que pisan la misma tierra; aquella sobre la que cayeron las víctimas del
Café de la Plaza y la misma sobre la que cagan los perros del balcón del
alcalde.
Cada esquina de
este escenario guarda sus secretos pero llora amargamente pues no puede o no le
ha dejado contar sus verdades. Al pie de
La Casa del Florero y ocultando los gritos que salen de su interior, Don Blas
de Lezo, defiende su fortín. Es solo medio hombre, pero tan grande como el
ejercito que lo acompaña. El Caribe a sus pies baña el atrio de la Catedral
Primada. Esclavos, criollos y blancos miran con desprecio a los perros del
alcalde. Esos a los que no les corre la misma sangre, pero construyen su fuerza en el poder del engaño y en la tenacidad
de la palabra llena de verdad abstracta que se oculta y explota en la mente de
aquellos que sucumben ante el llamado de la jauría.
El oso de
anteojos vuela plácido sobre la muchedumbre y espera reconocer en medio de la
inmundicia a aquel que quinientos años después, disparará contra él arrebatando
aquello que el cazador nunca tendrá; dignidad. Cóndores reptando a los pies de
los perros del parque mueren de hambre al no encontrar carne fresca entre
basura. ¿Quién limpiará tanta mierda?