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lunes, 1 de mayo de 2017

Colombia surreal

La espuma cálida, fresca y burbujeante del Pacífico rompe con un murmullo silencioso a los pies de la plaza central de esta bella y fría ciudad en la que, hace ya más de doscientos años, El Pacificador invitó a las mujeres de Santafé a participar del horrendo ágape que se hacía, sin que ellas supieran, para celebrar la muerte de sus esposos e hijos que luego darían su vida por esta; la patria que amaban y que no lograban sostener entre sus brazos. Los próceres morirían solo un día después de la fiesta a la que asistían sus mujeres y madres; en medio del baile y  la celebración, corrió el rumor de lo que pasaría a la mañana siguiente.  Aun se escuchaban los gritos de dolor de los mártires de Bogotá cuando los soldados entraron al Palacio de Justicia para librar otra batalla que esta plaza no se merecía, una que Colombia no merecía.  Ese mismo mar que lleno de vida y de color, limpiaba la sangre brillante y roja de los santafereños, ahora tendría que recoger los nuevos fluidos de la guerra que han cambiado de color para llegar al fondo de un abismo en el que dos caudillos, no merecedores del cariño de la patria, se trenzan en una lucha absurda por lanzar sus redes sobre el oro y el poder para cargar  así su botín  a Palacio; el producto de su pesca sucia y furtiva. Cada uno de ellos ha sido en su momento proclamado como mesías, como salvador de una patria que reconoce y entrega el poder a tontos por doquier que embeben de estupidez a todo el que los reconoce.

Al otro lado de la plazoleta se puede sentir el viento frío que baja de La Sierra y  se mezcla con el ruido ensordecedor del Salto del Tequendama fundiéndose ambos así en un abrazo que acoge en la capital a todo aquel que esté dispuesto a beber de su seno de vida y cultura.  Colón logra anclar sus barcos en el costado occidental de la plaza, casi al pie de San Victorino mientras sus marineros se asombran por la cantidad de alhajas que los indígenas locales están dispuestos a venderles. Los trúhanes ibéricos no esperaban tal recibimiento en un espacio lleno de cientos de locales comerciales informales que durante el día ofrecen a los locales y turistas  todo un arsenal de artículos de diferente índole y que durante la noche abren las puertas a un nuevo escenario de placer, drogas y prostitución.    Rodrigo de Triana se queja de haber perdido su catalejo en la zona y al menos, un tercio de los grumetes dejan sus pertenencias en La Piscina a cambio de bailes exóticos y minutos de placer.

Sintiéndose protegido por el viento marino que nace a sus espaldas, el alcalde ha llamado a sus seguidores a la Plaza esperando que lo defiendan de la guerra que ha decidido librar buscando engañar a los ciudadanos en un intento por sentarse a la mesa con Murillo y los caudillos mesiánicos. Los perros ladran la luz de la luna pisando la misma sangre sobre la que bailaron las mujeres de Santafé. No merecen mancharse con esa sangre. No son dignos, no están a la altura de los gusanos que se alimentan de sus restos. Muy cerca de ahí, solo a unos pocos metros, esa misma luna inspira a Estercita para que le cante a un corazón lleno de alegría y de irreverencia que late por una tierra a punto de estallar por el sonido del millo y el acordeón. Todos beben de la misma agua y parecen no darse cuenta que pisan la misma tierra; aquella sobre la que cayeron las víctimas del Café de la Plaza y la misma sobre la que cagan los perros del balcón del alcalde. 

Cada esquina de este escenario guarda sus secretos pero llora amargamente pues no puede o no le ha dejado contar sus verdades.  Al pie de La Casa del Florero y ocultando los gritos que salen de su interior, Don Blas de Lezo, defiende su fortín. Es solo medio hombre, pero tan grande como el ejercito que lo acompaña. El Caribe a sus pies baña el atrio de la Catedral Primada. Esclavos, criollos y blancos miran con desprecio a los perros del alcalde. Esos a los que no les corre la misma sangre, pero construyen  su fuerza en el poder del engaño y en la tenacidad de la palabra llena de verdad abstracta que se oculta y explota en la mente de aquellos que sucumben ante el llamado de la jauría.

El oso de anteojos vuela plácido sobre la muchedumbre y espera reconocer en medio de la inmundicia a aquel que quinientos años después, disparará contra él arrebatando aquello que el cazador nunca tendrá; dignidad. Cóndores reptando a los pies de los perros del parque mueren de hambre al no encontrar carne fresca entre basura. ¿Quién limpiará tanta mierda?